LA SOCIEDAD RURAL

Los cambios producidos en la explotación ganadera dejaron su huella sobre la sociedad rural. Al tope de la escala rural se mantenían los grandes estancieros, cuyo poder económico provenía de la posesión de latifundios asegurada con el orden impuesto en el campo a partir de los gobiernos autoritarios. El alambramiento, el Código Rural, la policía de campaña, fueron algunos de los elementos que aseguraron la propiedad de los grandes estancieros, desalojando a aquellos que no podían demostrar sus derechos sobre la tierra.
La clase alta rural poseía campos mayores a las dos mil hectáreas. Según cálculos efectuados en la primera década del siglo XX, unos 250 propietarios poseían campos mayores a cinco mil hectáreas, ocupando el 20% del territorio del totla de los campos del Uruguay.
Según la forma en como encararan la explotación había dos tipos de estancieros. Unos innovadores, radicados especialmente en el litoral y en el sur tomaban la estancia como una empresa donde los cambios en la explotación del ganado aseguraban un mayor rendimiento. Los otros, tradicionales, radicados en el norte y el este, particularmente en los departamentos fronterizos, mantenían la explotación extensiva de ganado vacuno criollo. Muchos de estos eran brasileños. En Artigas, Salto y Rivera el 40% de los hacendados eran de ese orígen. Estos estancieros tradicionales permanecían, por lo general, en sus estancias, a diferencia de los otros que residían en Montevideo o en las capitales departamentales.
A ésta división hay que agregar otra en las primeras décadas del siglo XX. El nuevo modelo económico que iba penetrando con lentitud en la campaña (mestizaje, cría de ganado para abastecer el frigorífico) determinó que dentro de la clase alta rural se formara un grupo dedicado a una explotación especializada en reproductores para mestizar (cabañeros) y otro dedicado al engorde en campos con abundante pasto y cercanos a los frigoríficos (los invernadores). Estos tenían intereses particulares que a veces eran distintos a la del resto de los grandes estancieros. Esto creo tensiones dentro del hasta entonces unido sector latifundista. Los estancieros que querían mestizar dependían de los cabañeros y de los precios que estos pusieran a sus toros de raza. Por su parte los invernadores sacaban ventajas de que los frigoríficos necesitaban ganado con abundante carne en cualquier época del año y no todos los estancieros tenían buenas pasturas. Por lo tanto los invernadores compraban ganado barato a los otros estancieros para engordarlos y venderlos a mayor precio a los frigoríficos.
Había una clase media rural formada por estancieros medianos y arrendatarios cuya situación era inestable. Muchos estancieros medianos y aún pequeños sobrevivían con la explotación ovina que no requería gran cantidad de campo y daba buena ganancia en los momentos de auge de los precios de la lana.


 También a los sectores medios pertenecían los productores agrícolas ubicados preferentemente sobre el litoral y el sur del país. Este sector creció con la incorporación de tierras a la agricultura (de 200 mil hectáreas en 1878 a 450 mil en 1900). Eran sobretodo productores de trigo y maíz, así como de hortalizas y verduras para el consumo de las ciudades. Cerca del 50% de los agricultores eran arrendatarios y un porcentaje alto de los propietarios era minifundista. Gran parte de estos agricultores, debido a la insuficiencia de tierras, al atraso tecnológico, la baja productividad y el agotamiento del suelo, vivían en una situación de miseria y desamparo. ¿Por qué, si apenas subsistían con ella, se dedicaban a la agricultura? Los historiadores Barrán y Nahum consideran que no había otra actividad donde ganarse la vida en el campo; para la ganadería había que tener cierto capital inicial y además ya no había más tierras disponibles; la industria recién comenzaba y le alcanzaba la mano de obra que había en la ciudad que aumentaba permanentemente por la llegada de inmigrantes; y el estado aún no se había desarrollado como para generar puestos de trabajo como ocurrirá en el siglo XX.

EL PROLETARIADO RURAL
Por debajo de estos sectores medios se encontraba el “pobrerío rural” afectado por la desocupación y la baja de los salarios que habían sido provocados por la modernización del campo. La desocupación era una consecuencia de los cambios técnicos: el alambramiento y la introducción de máquinas de esquilar que dejaban sin trabajo a quienes realizaban tareas ganaderas; el ferrocarril había dejado sin trabajo a los carreros y troperos. La desocupación era más acentuada en las zonas de predominio de cría de vacunos y menor en las zonas dedicadas a la cría de ovejas por que estas requerían más personal.
La desocupación aumentó la oferta de mano de obra y como consecuencia la caída de los salarios. Esto se agravó por el aumento del costo de vida y algunos trabajaban sólo por la comida. Las personas innecesarias en las estancias se trasladaron a los suburbios de las ciudades o se establecían en pequeños y míseros pueblos conocidos como “pueblos de ratas”. Allí eran comunes las uniones temporales, sin matrimonio permanente, los hijos ilegítimos, el analfabetismo y la mortalidad infantil. Las posibilidades de escapar a la miseria eran pocas porque pocas eran las oportunidades laborales: changas zafrales en las estancias o en las plantaciones, la reparación de caminos, el ingreso al ejército o la policía. En ocasiones las salidas eran al margen de la ley: el robo de ganado (los matreros) o dedicarse al contrabando desde la frontera con Brasil.
Según los datos obtenidos en un censo del año 1908, Barrán y Nahum deducen que el proletariado rural, compuesto por peonadas y sectores marginados sin ocupación fija, constituían el 65% de la población rural. El proletariado era numericamente débil comparado con otros países latinoamericanos y ello se debía a la explotación ganadera extensiva que requería escasa mano de obra (un peón cada mil hectáreas, según cálculos de la época). Además los sectores trabajadores del campo estaban dispersos en enormes extensiones de tierra lo que dificultaba su organización y le quitaba peso en la sociedad. No tenía la conciencia de formar un sector social con intereses propios y por lo tanto no aspiraba a cambiar su situación. Luis Alberto de Herrera, en un informe que realizó para Federación Rural en 1920, anotó que la mayoría de los peones no ambicionaba nada “vegeta, no ahorra, piensa poco, no establece diferencias entre el presente y el porvenir; vive al día”. El peón podía ser considerado por los hacendados como “insolente” y “vago”, pero no peligroso socialmente.
Esta actitud era aprovechada no sólo por los patrones rurales, sino por los de la ciudad, que contrataban pobres del campo cuando los obreros hacían huelgas. Tal lo que ocurrió en 1905 en la huelga de los saladeros, las barracas y el puerto. Muchas huelgas fracasaron cuando las tareas de los obreros eran hechas por los marginados rurales traídos expresamente con esa misión.
En el campo los salarios eran más bajos que en la ciudad y el trabajo seguía siendo como siglos atrás de “sol a sol”. La jornada se iniciaba a las cuatro y media  de la mañana y concluía a mediodía, reiniciándose a las dos de la tarde hasta las 7 de la noche. Una de las razones que alegaban los estancieros para pagar salarios bajos era que se encargaban de la alimentación de los peones. Pero esta era monótona y a veces escasa: puchero de oveja con fariña (pirón) o asado a mediodía; de noche guiso de arroz o porotos. En la mesa del peón abundaba la carne pero faltaba fruta y verdura. Era una alimentación rica en proteínas y grasa y pobre en vitaminas. La alimentación, el frío y las cabalgatas ocasionaban enfermedades renales y reuma. En la mayoría de las estancias no había baños ni servicios sanitarios y, según una crónica del año 1916 “se utiliza muy poco jabón”.
A partir de 1905 se incrementaron las fuentes de trabajo en el campo. Las causas fueron varias: el crecimiento de la agricultura, la expansión de la cría de ovinos y el desarrollo de la lechería. Fuera de la actividad productiva rural, la mano de obra de la campaña encontró empelo sirviendo al estado: el ejército y la policía duplicaron sus integrantes entre 1903 y 1914. El batllismo vio en ello la mejor solución contra las revoluciones blancas: por un lado aumentaba el número de soldados del gobierno y por otro dejaba sin soldados a los adversarios disminuyendo una de las causas que movilizaba al pobrerío: el estómago vacío.
La construcción de carreteras en el sur del país y de líneas férreas en el litoral y el este creó fuentes de trabajo para el pobrerío rural. También la creciente industria de Montevideo quitó mano de obra al campo. La Cámara Mercantil de Frutos del País advertía en 1911: “La ciudad atrae demasiado con sus comodidades, con sus lujos, con sus desbordes, en todas las manifestaciones de la vida. Hay que atenuar, pues, los rigores de la vida rural”. Y los estancieros de Paysandú se quejaban en 1913: “Antes había gente que se iba ofreciendo en campaña como peón en las estancias, hoy, en cambio, es el propietario el que debe procurarse los peones que necesita” y reconocían que el hombre de la campaña “ha emigrado del campo para establecerse en las ciudades, atraído por una remuneración más halagadora”.
Pero este reconocimiento del mejor salario urbano no significó que mejorara el salario rural. Mientras entre 1905 y 1913 el precio de la carne vacuna aumentó 150%, el sueldo rural se elevó un 60%. Con un salario de 1905 un peón necesitaba 3 meses para comprar un novillo vendido por su patrón al saladero; en 1913 necesitaba 5 meses de sueldo para comprar ese novillo que su patrón ahora seguramente vendía al frigorífico. No había relación entre los precios de lo que los estancieros vendían y el salario que pagaban.

LOS POBRES MAS POBRES


Si mala era la situación de los peones, peor era la de los marginados sin empleo que habitaban las zonas del latifundio en el norte del país. En Salto, Artigas, Tacuarembó, Cerro Largo y Rivera se encontraban aquellos que el avance tecnológico había dejado al margen de la sociedad. Sobretodo un avance tecnológico que se había detenido a mitad del camino: estancias alambradas pero sin cultivos ni praderas mejoradas, territorios donde el ferrocarril había barrido con los troperos pero no había creado otras fuentes alternativas de labor. En las orillas de los pueblos, en los caminos, en las orillas de algún latifundio o en alguna tierra que estaba en litigio, se formaban rancheríos conocidos como “pueblos de ratas”. Los nombres que les daban eran pintorescos y algunos irónicos: Sacachispas, Las Casillas, La Paloma, La Humedad, Las Ratas,  El Carancho, La Capilla, Pueblo de Dios, entro otros.
Las viviendas no llegaban a ser un rancho de barro y paja, sino una miserable choza cubierta con latas, ramas, trozos de cuero o pedazos de poncho; era una única habitación “en donde duermen en promiscuidad los padres y los hijos, que por una gran casualidad podrán bajar de ocho”. A veces tenían gallinas y plantaban unos granos de maíz. Un Juez de Paz informaba en 1910: “He visto muchas veces a las mujeres labrando a fuerza de azada fracciones de tierra que no alcanzaban a cincuenta metros para poder plantar algo de maíz. A tales extremos se reducen. ¿Qué puede producirles el cultivo en semejantes condiciones? Y así viven en verdaderos chiqueros, hasta que un día son desalojados y salen a rodar por los caminos”.
A veces quienes vivían en el rancherío era la familia de los peones. Los estancieros, en general, no admitían al peón casado y con hijos; el resultado era que la mujer y los hijos se establecían en el rancherío. De esa manea la familia se disgregaba y la relación matrimonial se volvía inestable. También vivían en los rancheríos los trabajadores zafrales como los esquiladores, cuyos brazos sólo se necesitaban entre setiembre y diciembre cuando había esquila de ovejas. La existencia de actividades zafrales originó el “siete oficios”, hombre que se desempeñaba en diversas tareas: esquilador, domador, alambrador, etc. Los minifundistas que no podían mantener sus pequeños campos (frecuentemente atacados por las inclemencias del tiempo y la langosta) también terminaban en el rancherío, sino se marchaban hacia las ciudades.
El analfabetismo, la mortalidad infantil, el altisimo consumo de alcohol y el juego, eran inseparables de la vida de los más pobres. En los rancheríos no había escuela ni atención médica, pero frecuentemente había algún “boliche”. Sobre los “vicios” de aquella gente expresan Barrán y Nahum: “El consumo de alcohol compensaba las deficiencias calóricas y era junto al juego, un intento de escape. Las bebidas adulteradas y baratas minaban la salud pero facilitaban una momentánea sensación de euforia y dominio; el juego encarnó un sistema de valores reflejo de una vida en que lo razonable nunca fue premiado. Los grupos sociales confían en la suerte cuando la estructura económica y social les hace depender del azar”.